La tienda era un hervir de jovenzuelas salpicadas de acné y de pestañas postizas que llevaban dependientas. El ambiente olía a laca y ambientador de coche. Pero ella no se amedrantó. Tenía una misión.
Iba a encontrar El Vestido. No tenía muy claro qué buscaba. No sabía si quería gasas y tules o por el contrario raso y organza, aunque también la seducía el terciopelo y la muselina. Lo único que quería era que fuera azul para no desentonar en palacio. Hoy era el día.
Entre percha y percha, mirando aquí y allá, lo encontró. Era Ése. Un vestido azul con lacitos en las mangas y una gran falda de tul que limpiaba las pelusas del suelo. Además, estaba de suerte, porque en la estantería de abajo había unos zapatitos de cristal a juego. Tenían pinta de pellizcar los pies en cada paso, pero no importaba.
Se fue a su casa muy contenta. Se duchó, se depiló, se arregló, se puso cuatro gotitas de “fueron felices y comieron perdices” (a pesar de que el hada madrina le dijo que con dos bastaba, pero no estaba dispuesta a correr riesgos) y se plantó en el balcón repasando el vals mentalmente. Aparecería en cualquier momento.
Eran las diez.
Dieron las once.
Y las doce.
Cansada de esperar empezó a morderse las uñas.
Sabían a zumo de calabaza caducado.
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